Por Leandro Coccioli
Sabemos  que fuimos creados para alcanzar la santidad, es decir, llegar a ser  santos como Dios es santo.  Nuestro modelo de santidad es el Santo de  los santos, Jesús.  Para alcanzar la santidad de Jesús, debemos  ejercitar en actos concretos las virtudes sobrenaturales que nos  infundió Dios, auxiliados por la gracia del Espíritu y siendo dóciles a  sus mociones a través de sus dones.  Una de las virtudes fundamentales  es la virtud de la esperanza.  Por la virtud de la esperanza, esperamos  en Dios como nuestro Bien, como nuestra Bienaventuranza, como nuestra  felicidad.  Jesús no tenía esperanza porque ya poseía su propia esencia  divina, gozaba de la visión beatífica desde su concepción por ser el  Hijo de Dios, por ser Persona Divina.  Por eso tampoco tenía fe: ya veía  a Dios, no necesitaba tener fe ni esperanza.  Así lo enseña la doctrina  católica desde siempre.  Nosotros necesitamos la fe y la esperanza  porque no vemos a Dios.   Entonces, para ejercitarnos en la fe y en la  esperanza, debemos mirar a quien gozaba de la más resplandeciente fe y  de la más firme esperanza: la Santísima Madre de Dios, la Virgen María.  
Para  alcanzar la esperanza de la Virgen María, Ella nos revela su secreto,  que es su forma de oración: el rosario diario.  Porque, de algún modo  más allá de toda virtud, muy especialmente la esperanza se determina por  la calidad de nuestra oración.  Nuestra oración es nuestra esperanza,  nuestra esperanza es nuestra oración.  «Quien ora, se salva ciertamente.  Quien no ora, se condena ciertamente»,  afirmaba con contundencia un santo muy importante.  Así, nuestra  esperanza, es nuestro rosario diario, nuestro rosario diario es nuestra  esperanza.  Eso llevó a San Alfonso María de Ligorio, gran santo y  Doctor de la Iglesia, a decir un día a quienes lo acompañaban, cuando  era muy anciano y había perdido la lucidez de la memoria: «¿Ya hemos rezado el rosario hoy?  Miren que de esto depende mi santificación y eterna salvación.»   Lo decía un sabio Doctor de la Iglesia, lo decía un santo.  Él es  también el autor de la primera frase que citábamos.  ¿Y a quiénes vamos a  oír, sino a los verdaderos sabios, que fueron los santos?
La  Virgen incansablemente en cada aparición nos exhorta a rezar el rosario  todos los días, lo hace una y otra vez, sabiendo que así nos ha dado el  más precioso consejo y la exhortación más eficaz.  Porque todo lo que  nos dice la Virgen, lo conseguimos siguiendo uno solo de sus pedidos:  rezando el rosario todos los días.  La Virgen nos pide muchas cosas que  están ordenadas a nuestra santificación.  Pero si tuviéramos que escoger  una sola, si Dios a la Virgen le permitiera decirnos sólo una, Ella nos  diría: «¡Recen el rosario todos los días!»   ¿Por qué?  Porque rezando el rosario todos los días buscando la  Voluntad de Dios, obtendremos todo lo demás como por añadidura,  comenzando por la santidad a la que nos llama y que por su maternal  Mediación nos concede.  Yendo a la fuente de la gracia, recurriendo a la  oración más perfecta, el rosario de María, nos llegan todos los bienes  celestiales, todas las gracias, nos llega el Espíritu  superabundantemente.
Y  una de las gracias más hermosas que nos concede la Virgen, es tomar una  parte en la esperanza transparente que Ella tenía en esta vida.  El  único objeto de la esperanza de María era Dios.  Ella estaba puramente  sedienta del amor de Dios, no esperaba nada fuera de Dios.  Todo lo que  quería era a Dios, todo lo que esperaba era a Dios.  No deseaba nada  fuera de Dios.  Por eso en su oración había una sola petición incesante:  que llegara la salvación, que llegara el Mesías.  Su obsesión era  Cristo, el Salvador, el que nos uniría y nos descubriría a Dios.  Pero  nunca se imaginó María que sería la escogida para ser la Madre del  Salvador, y que por esto sería la creatura más sublime y la encumbrada  por sobre toda la creación.
Su  obsesión era el Mesías Salvador, al que contemplaba día y noche, y por  Quien suplicaba hora tras hora infatigablemente.  De esto se trata el  rosario, y es así como la Virgen nos comunica su esperanza,  concediéndonos esa oración suya.  Por medio del rosario diario,  centramos nuestra vida en el misterio del Mesías, en el misterio de  Jesús, recorriendo las líneas de su Rostro Santísimo decena tras decena,  y suplicando incesantemente Padrenuestro tras Padrenuestro, Avemaría  tras Avemaría, que nos dé la salvación, que nos dé a Dios, que colme  nuestra esperanza, para que un día, como Jesús, como María, podamos  contemplar la faz divina, y todos nuestros anhelos se vean saciados  infinitamente por siempre.
Así  la Virgen, al hacernos participar de su esperanza rezándole el rosario  diario, es decir, rezando y esperando como Ella, nos encumbra a su lado  por sobre todos los hombres y nos lleva a su santidad.
«Reza, ten fe y espera»,  decía un gran santo, hijito predilecto de María, el Padre Pío de  Pietrelcina.  El Padre Pío estaba todo el día rezando el rosario.  Y  sabiamente nos decía: «espera», fruto de su santa oración, fruto de su Santo Rosario.
En  esta vida peregrina, para alcanzar la perfección, debemos ser  purificados intensamente por el fuego divino del Espíritu Santo.   Nuestra esperanza también debe ser purificada, para que sólo esperemos  en Dios, como María.  Y además de conseguir una esperanza transparente,  que sólo confíe en el auxilio de Dios para alcanzar nuestra salvación y  felicidad, también debemos lograr una esperanza invencible de modo que  pese a todos los asaltos de nuestros enemigos, que son el mundo, el  demonio y la carne, confiemos, justamente, por la ayuda divina, que  llegaremos a la meta celestial.  Este don, la esperanza de María, la  conseguimos confiando en Ella, y confiamos en la Virgen refugiándonos en  su regazo rezándole cada día el rosario, pidiéndole cuenta tras cuenta  que ruegue por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Supliquemos  a la Madre de Dios, nuestra Madre, que nos conceda su esperanza  invencible, esa esperanza que esperó contra toda esperanza aún durante  la Pasión de su Hijo, para que algún día, el día más feliz de nuestras  vidas, podamos alcanzar el objeto de nuestros deseos, de nuestros  amores: ver a Dios cara a cara.